En el pensamiento actual, se tiende a pensar que todo es relativo, no hay verdades absolutas. Por tanto, todo vale y cada individuo puede pensar lo que quiera, cada uno tiene su verdad (que suele coincidir con intereses particulares o espurios) y puede defenderla a capa y espada, aunque eso suponga, a veces, ir contra los derechos más básicos de otros seres humanos. No voy aquí a dar ejemplos de esto que digo, pues seguro que cada uno podemos decir varios. Pero sí voy a defender que hay verdades universales y absolutas y que, no reconocerlas, puede ser perjudicial para el ser humano.
Cada uno de nosotros, cada persona, está llamado a desentrañar el misterio de su vida y responder a preguntas como: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿de dónde todo?, ¿para qué todo?,... Cuestiones como estas son las que ayudan a fundamentar una vida y encontrar sentido a la misma. No es una cuestión baladí, pues, dependiendo de la respuesta que demos a estas preguntas, podemos decir que está en juego nuestra felicidad y la de los que nos rodean.
Y para hallar las respuestas debemos ponernos a buscarlas con libertad y sin prejuicios, atendiendo a toda fuente de datos que esté a nuestro alcance. Todas las ramas del saber humano son necesarias. La realidad antropológica del ser humano es muy compleja, por lo que, para poder empezar a atisbarla, necesitamos conocer los datos que nos aportan las ciencias, la filosofía, la psicología, las artes, la historia,... y también la teología. Todos los ámbitos del saber humano son complementarios a la hora de conocer nuestra realidad, nuestro origen y nuestro destino. Descubrir la verdad no es fácil, pues puede parecer que, en ocasiones, los datos que obtenemos son contrapuestos. En esos casos, hay que seguir buscando pues la verdad es una e inmutable y no puede depender de nuestro punto de vista, que será limitado. Nuestra obligación debe ser, como decía San Maximiliano María Kolbe, seguir buscando la verdad, no cejar en el empeño hasta hallarla y, una vez hallada, servirla, es decir, vivirla y darla a conocer a otros. Ahí radica gran parte del misterio de nuestra vida.
Si somos sinceros en dicha búsqueda y coherentes con los requerimientos de nuestro corazón y de nuestra razón, no andaremos lejos de Dios, ni de su mensaje, aunque no tengamos vida de fe.
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