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sábado, 21 de enero de 2012

Hoy fue mártir: San Fructuoso

El calendario cristiano recuerda hoy, en el santoral, el martirio del obispo de Tarragona, san Fructuoso, junto a sus diáconos Augurio y Eulogio, tal día como hoy del año 259. Son, quizás, los primeros mártires españoles de los que nos ha llegado hasta hoy la noticia y el proceso de su martirio. En aquellos tiempos, en que la Iglesia era perseguida, muchos cristianos fueron fieles a sus creencias y dieron la vida por no traicionar su fe y ser coherentes con ella, dando así testimonio del mensaje de amor y felicidad que nos transmitió Cristo. Hoy recordamos su ejemplo, a través de la información que nos facilita el portal "primeros cristianos". Os lo transcribo tal y como viene en dicha web, junto con un archivo de sonido sobre el mismo contenido.

Martirio de San Fructuoso, obispo, y de Augurio y Eulogio, diáconos
Siendo emperadores Valeriano y Galieno, y Emiliano y Baso cónsules, el diecisiete de las calendas de febrero (el 16 de enero), un domingo, fueron prendidos Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio, diáconos. Cuando el obispo Fructuoso estaba ya acostado, se dirigieron a su casa un pelotón de soldados de los llamados beneficiarios, cuyos nombres son: Aurelio, Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Cuando el obispo oyó sus pisadas, se levantó apresuradamente y salió a su encuentro en chinelas. Los soldados le dijeron:
  Martirio de San Fructuoso, San Eulogio y San Augurio  
  Martirio de San Fructuoso, San Eulogio y San Augurio
- Ven con nosotros, pues el presidente te manda llamar junto con tus diáconos.
Respondióles el obispo Fructuoso:
- Vamos, pues; o si me lo permitís, me calzaré antes. Replicaron los soldados:
- Cálzate tranquilamente.
Apenas llegaron, los metieron en la cárcel. Allí, Fructuoso, cierto y alegre de la corona del Señor a que era llamado, oraba sin interrupción. La comunidad de hermanos estaba también con él, asistiéndole y rogándole que se acordara de ellos.
Otro día bautizó en la cárcel a un hermano nuestro, por nombre Rogaciano.
En la cárcel pasaron seis días, y el viernes, el doce de las calendas de febrero (21 de enero), fueron llevados ante el tribunal y se celebró el juicio.

El presidente Emiliano dijo:
- Que pasen Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio. Los oficiales del tribunal contestaron:
- Aquí están.
El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:
- ¿Te has enterado de lo que han mandado los emperadores?
FRUCTUOSO — Ignoro qué hayan mandado; pero, en todo caso, yo soy cristiano.
EMILIANO — Han mandado que se adore a los dioses.
FRUCTUOSO— Yo adoro a un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene.
EMILIANO — ¿Es que no sabes que hay dioses?
FRUCTUOSO — No lo sé.
EMILIANO — Pues pronto lo vas a saber.
El obispo Fructuoso recogió su mirada en el Señor y se puso a orar dentro de sí.
El presidente Emiliano concluyó:
— ¿Quiénes son obedecidos, quiénes temidos, quiénes adorados, si no se da culto a los dioses ni se adoran las estatuas de los emperadores?
El presidente Emiliano se volvió al diácono Augurio y le dijo: - No hagas caso de las palabras de Fructuoso.
Augurio, diácono repuso:
- Yo doy culto al Dios omnipotente.
El presidente Emiliano dijo al diácono Eulogio:
- ¿También tú adoras a Fructuoso?
Eulogio, diácono, dijo:
- Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoro al mismo a quien adora Fructuoso.
El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:
- ¿Eres obispo?
FRUCTUOSO — Lo soy.
EMILIANO — Pues has terminado de serlo.
Y dio sentencia de que fueran quemados vivos.
Cuando el obispo Fructuoso, acompañado de sus diáconos, era conducido al anfiteatro, el pueblo se condolía del obispo Fructuoso, pues se había captado el cariño, no sólo de parte de los hermanos, sino hasta de los gentiles. En efecto, él era tal como el Espíritu Santo declaró debe ser el obispo por boca de aquel vaso de elección, el bienaventurado Pablo, doctor de las naciones. De ahí que los hermanos que sabían caminaba su obispo a tan grande gloria, más bien se alegraban que se dolían.
De camino, muchos, movidos de fraterna caridad, ofrecían a los mártires que tomaran un vaso de una mixtura expresamente preparada; mas el obispo lo rechazó, diciendo:
- Todavía no es hora de romper el ayuno. Era, en efecto, la hora cuarta del día; es decir, las diez de la mañana. Por cierto que ya el miércoles, en la cárcel, habían solemnemente celebrado la estación. Y ahora, el viernes, se apresuraba, alegre y seguro, a romper el ayuno con los mártires y profetas en el paraíso, que el Señor tiene preparado para los que le aman.
Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un lector suyo, por nombre Augustal, y, entre lágrimas, le suplicó le permitiera descalzarle. El bienaventurado mártir contestó:
- Déjalo, hijo; yo me descalzaré por mí mismo, pues me siento fuerte y me inunda la alegría por la certeza de la promesa del Señor.
Apenas se hubo descalzado, un camarada de milicia, hermano nuestro, por nombre Félix, se le acercó también y, tomándole la mano derecha, le rogó que se acordara de él. El santo varón Fructuoso, con clara voz que todos oyeron, le contestó:
- Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida de Oriente a Occidente.
Puesto, pues, en el centro del anfiteatro, como se llegara ya el momento, digamos más bien de alcanzar la corona inmarcesible que de sufrir la pena, a pesar de que le estaban observando los soldados beneficiarios de la guardia del pretorio, cuyos nombres antes recordamos, el obispo Fructuoso, por aviso juntamente e inspiración del Espíritu Santo, dijo de manera que lo pudieron oír nuestros hermanos:
- No os ha de faltar pastor ni es posible falte la caridad y promesa del Señor, aquí lo mismo que en lo por venir. Esto que estáis viendo, no es sino sufrimiento de un momento.
Habiendo así consolado a los hermanos, entraron en su salvación, dignos y dichosos en su mismo martirio, pues merecieron sentir, según la promesa, el fruto de las Santas Escrituras. Y, en efecto, fueron semejantes a Ananías, Azarías y Misael, a fin de que también en ellos se pudiera contemplar una imagen de la Trinidad divina. Y fue así que, puestos los tres en medio de la hoguera, no les faltó la asistencia del Padre ni la ayuda del Hijo ni la compañía del Espíritu Santo, que andaba en medio del fuego.
  Anfiteatro Tarragona  
  Anfiteatro de Tarragona
Apenas las llamas quemaron los lazos con que les habían atado las manos, acordándose ellos de la oración divina y de su ordinaria costumbre, llenos de gozo, dobladas las rodillas, seguros de la resurrección, puestos en la figura del trofeo del Señor, estuvieron suplicando al Señor hasta el momento en que juntos exhalaron sus almas.
Después de esto, no faltaron los acostumbrados prodigios del Señor, y dos de nuestros hermanos, Babilán y Migdonio, que pertenecían a la casa del presidente Emiliano, vieron cómo se abría el cielo y mostraron a la propia hija de Emiliano cómo subían coronados al cielo Fructuoso y sus diáconos, cuando aún estaban clavadas en tierra las estacas a que los habían atado. Llamaron también a Emiliano diciéndole:
—Ven y ve a los que hoy condenaste, cómo son restituidos a su cielo y a su esperanza.
Acudió, efectivamente, Emiliano, pero no fue digno de verlos.
Los hermanos, por su parte, abandonados como ovejas sin pastor, se sentían angustiados, no porque hicieran duelo de Fructuoso, sino porque le echaban de menos, recordando la fe y combate de cada uno de los mártires.
Venida la noche, se apresuraron a volver al anfiteatro, llevando vino consigo para apagar los huesos medio encendidos. Después de esto, reuniendo las cenizas de los mártires, cada cual tomaba para sí lo que podía haber a las manos […]
¡Oh bienaventurados mártires, que fueron probados por el fuego, como oro precioso, vestidos de la loriga de la fe y del yelmo de la salvación; que fueron coronados con diadema y corona inmarcesible, porque pisotearon la cabeza del diablo! ¡Oh bienaventurados mártires, que merecieron morada digna en el cielo, de pie a la derecha de Cristo, bendiciendo a Dios Padre omnipotente y a nuestro Señor Jesucristo, hijo suyo!
Recibió el Señor a sus mártires en paz por su buena confesión, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(BAC 75, 788-794)

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